Performance in memoria
de Francisco Rivero.
Casa França-Brasil.
Rio de Janeiro. Brasil.
La ciudad de las columnas
Alejo Carpentier
La ciudad de las columnas (1964) es la más desesperada declaración de amor a La Habana hecha por Alejo Carpentier.
En todos los tiempos fue la calle cubana bulliciosa y parlera, con sus responsos de pregones, sus buhoneros entrometidos, sus dulceros anunciados por campanas mayores que el propio tablado de las pulpas, sus carros de frutas, empenechados de palmeras como procesión en Domingo de Ramos, sus vendedores de cuanta cosa pudieron hallar los hombres, todo en una atmósfera de sainete a lo Ramón de la Cruz antes de que las mismas ciudades engendraran sus arquetipos criollos, tan atractivos ayer en los escenarios de bufos, como, más tarde, en la vasta imaginería -mitología- de mulatas barrocas en genio y figura, negras ocurrentes y comadres presumidas, pintiparadas, culiparadas, paradas en regateos de lucimiento con el viandero de las cestas, el carbonero de carros entoldados a la manera goyesca, el heladero que no trae sorbetes de fresa el día en que sobran los mangos, o aquel otro que eleva, como el Santísimo, un mástil erizado de caramelos verdes y rojos para cambiarlos por botellas. Y, por lo mismo que la calle cubana es parlera, indiscreta, fisgona, la casa cubana multiplicó los medios de aislarse, de defender, en lo posible, la intimidad de sus moradores.
La casa criolla tradicional -y esto es más visible aún en las provincias- es una casa cerrada sobre sus propias penumbras, como la casa andaluza, árabe, de donde mucho procede. Al portón claveteado sólo asoma el semblante llamado por la mano del aldabón. Rara vez aparecen abiertas -entornadas, siquiera- las ventanas que dan a la calle. Y, para guardar mayores distancias, la reja afirma su presencia, con increíble prodigalidad, en la arquitectura cubana.
Decíamos que La Habana es ciudad que posee columnas en número tal que ninguna ciudad del continente, en eso, podría aventajarla. Pero también tendríamos que hacer un inmenso recuento de rejas, un incalculable catálogo de los hierros, para definir del todo los barroquismos siempre implícitos, presentes, en la urbe cubana.
Es, en las casas de El Vedado, de Cienfuegos, de Santiago, de Remedios, la reja blanca, enrevesada, casi vegetal por la abundancia y los enredos de sus cintas de metal, con dibujos de liras, de flores, de vasos vagamente romanos, en medio de infinitas volutas que enmarcan, por lo general, las letras del nombre de mujer dado a la villa por ella señoreada, o una fecha, una historicista sucesión de cifras, que es frecuentemente -en El Vedado- de algún año de los 70, aunque, en algunas, se remonta la cronología del herraje a los tiempos que coinciden con los años iniciales de la Revolución Francesa.
Es también la reja residencial de rosetones, de colas de pavo real, de arabescos entremezclados, o en las carnicerías prodigiosas -de la Calzada de El Cerro- enormemente lujosa en este ostentar de metales trabados, entrecruzados, enredados en sí mismos, en busca de un frescor que, durante siglos, hubo de solicitarse a las brisas y terrales.
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